Es posible que usted haya oído hablar de la delfinoterapia, una técnica de curación basada en los poderes ocultos del sónar de los delfines que, supuestamente, al igual que si de una ecografía se tratase, le auscultarían, le diagnosticarían su enfermedad y le curarían la dolencia milagrosamente utilizando el ultrasonido. Pero aquí estoy yo para contarle que la eficacia de la delfinoterapia es equivalente a la de la acupuntura, a la de la homeopatía e, incluso, no lo dude, a los rezos del rosario en la basílica de San Pedro. Pues mire, no; la delfinoterapia es un bluf porque el sónar del delfín no funciona en cautividad con tanto rebote entre las paredes del vaso de la piscina, lo mismo que pasa con los espejos que se reflejan en espejos. Es decir, que el delfín ni le diagnostica, ni le cura; pasa de su enfermedad porque no se entera de nada y, probablemente, tras su aparente sonrisa fingida ─no tienen músculos faciales, por eso parece que se ríen, pero no, siento darle el día, no se ríen los delfines─ lo único que quiera el animalito es rozarse lascivamente intentando copular con usted o al menos masturbarse compulsivamente frotándose contra su pierna o su espalda, que de eso saben un huevo. En fin, que si usted quiere ir a una sesión de delfinoterapia, vaya; dese un buen baño y observe el culo prieto del adiestrador de delfines o los pezones enhiestos de la simpática adiestradora, según le apetezca, pero no pretenda que el delfín le cure nada. Claro que, bien pensado, peor sería la mofetoterapia. En Sevilla, a dieciséis de febrero de dos mil y nueve, cumpleaños de Ricou Browning.